via Revista Academia Nacional de Medicina
Volumen 42. Palabras pronunciadas por el doctor Fernando Serpa Flórez en el Salón de Conferencias de la Clínica de Marly, el25 de octubre de 1995.
Han querido las directivas de nuestra asociación Colombo-Francesa de Medicina, que rememoremos los lazos que unen la medicina de nuestra patria con la de aquel país, tan admirado por los aquí presentes.
Para hacer más obligante la ocasión en este año recordatorio de Luis Pasteur (1820-1895), sabio francés por antonomasia, nos reunimos bajo el propicio ámbito de la Clínica de Marly, cuyo nombre trae a nuestra mente amables memorias del “rey sol” y las campiñas lutecias, así como el ancestro de nuestro Director y de su ilustre padre el profesor Jorge Cavelier, a quien tanto debe la ciencia colombiana en su polifacética actividad docente, quirúrgica y de creador e impulsor de instituciones como el Hospital de la Samaritana, la Cruz Roja Nacional, la Academia de Medicina, la cátedra urológica, la fundación de la Revista de la Facultad de Medicina, el progreso –en fin- y desarrollo del país y, desde luego, esta Clínica, a cuyo esfuerzo debemos su permanencia y admirable funcionamiento actual.
Su padre fue el ingeniero Germán Cavelier, nacido en Normandía el siglo pasado y quien vino a nuestra patria a laborar en la construcción del Canal de Panamá, bajo la dirección de Ferdinand de Lesseps. Aquí formaría su hogar con la dama cartagenera doña Cristina Jiménez. De él heredó la severa dignidad de la perseverante consagración al trabajo, emblema de su estirpe.
La presencia de la medicina francesa entre nosotros, de la investigación científica en términos más amplios, quizá fue favorecida de alguna manera con la llegada de los Barbones al trono de España, don Carlos III y don Carlos IV especialmente, quienes no pudieron sustraerse a la influencia de la ilustración que destelló por entonces en el mundo.
Así vemos que en las postrimerías de la Colonia (1799- 1804) se permitió la visita del Barón Alejandro de Humboldt -y de su compañero de viaje el joven Amadeo de Bonpland, de nacionalidad francesa-, ya La Condamine realizar sus mediciones y estudios sobre el ecuador en el reino de Quito.
Las conmociones que produjo el “siglo de las luces” traerían por entonces a nuestras playas algunos europeos que lograron vencer las celosas disposiciones que la metrópoli estableció para vedar el ingreso de extranjeros a sus colonias ultramarinas.
Entre ellos citaremos a dos jóvenes franceses, condiscípulos de la escuela de medicina de Montpellier: Luis Francisco de Rieux (1768-1840) Y Emmanuel Froes Díaz, nacido en Santo Domingo en 1773 -por entonces colonia de Francia- hijo de portugués y española.
Ambos entraron en las páginas de nuestra historia y al templo de la gratitud colombiana por su vinculación con el precursor don Antonio Nariño y por el juicio y condena a prisión y destierro que sufrieron con éste por la traducción y publicación de los Derechos del Hombre.
Después del grito de independencia de 1810 prestaron sus servicios a la patria naciente: de Rieux al golpe de los vaivenes inciertos de la revolución ascendió hasta el grado de General de Brigada y, por lapso breve, ocupó la Secretaría de Guerra (1830) en el corto gobierno de don Joaquín Mosquera, al abandonar Bolívar el mando. Y Froes, “ejerciendo la medicina (en Santa/e) … Habiendo servido luego a órdenes del gran Nariño, su compañero de destierros, en todas las campañas, inclusive en la de 1813”.
Destaquemos que de Rieux, al llegar a nuestro país en 1783 se estableció en Cartagena de Indias. Y que, en 1784 la Junta de Hospitales del Reino, presidida por el Virrey Gil y Lemus lo encargó de confeccionar un Plan de Reforma del Hospital Militar de tan importante puerto, institución que dirigió durante ocho años.
En 1793 viajó a la capital del Virreinato donde era considerado “hombre de mucho talento e instrucción”. Seguramente ejerció su profesión de médico con éxito y, entre sus amistades -corno ya lo dijimos- se contó la de criollos tan distinguidos como el precursor, a cuyas tertulias asistió “por llamarles la atención las materias de física sobre las cuales tenía varios instrumentos y libros en su gabinete don Antonio Nariño”, tal como manifestó para sincerarse ante sus jueces.
Es interesante observar que también poseyó por entonces una casa en la ciudad de Honda y una hacienda llamada La Egipciana, “con 90 negros pertenecientes a las temporalidades” donde: “había empezado el primer establecimiento de café es (sic) que hay en el Reyno; que podía servir de estímulo y norma para el cultivo de un ramo tan importante de agricultura”.
Al, hallarse envuelto en la vorágine de la lucha emancipadora, lo encontramos, durante el infortunado sitio de Cartagena en 1815, defendiendo el Castillo de San Felipe, al mando de 500 hombres. Escapó con vida de esa terrible hecatombe y el destino le daría en 1822 satisfacción, en su calidad de Jefe de Estado Mayor de la División patriota que asediaba a Cartagena, de “linnar, con el comisionado de los españoles, Miguel Valbuena, el convenio de entrega de la plaza”a las tropas libertadoras.
Consolidada la independencia de Cundinamarca con la Batalla de Boyacá en 1819, el general Francisco de Paula Santander, en su calidad de Vice-Presidente de la Nueva Granada, realizó una admirable labor administrativa en la que sobresale su preocupación por la educación pública.
De sus múltiples realizaciones en este campo debemos señalar la fundación de la Universidad Central y su preocupación por el mejoramiento de la enseñanza de las ciencias.
Prueba de ello la misión francesa, contratada por don Francisco Antonio Zca, encabezada por el ingeniero Boussingault (1802-1887), educado en la Escuela de Minería de Saint Etienne, de la que hicieron parte figuras destacadas. Sus observaciones sobre el bocio en la Nueva Granada y el Ecuador lo llevaron a postular la teoría del origen carencial de yodo en esta enfermedad con un siglo de anticipación a su aceptación plena por la medicina.
Entre los médicos franceses que llegaron en 1823 traídos por Santander para “preparar la reapertura de los estudios médicos”, merecen destacarse los profesores Pedro Pablo Broc y Bernardo Dáste. También recordemos al “profesor Rampón, vinculado a la Cátedra de Anatomía patológica”.
El doctor Broc, dice Humberto Roselli, “ilustre médico y anatómico francés, vino a Bogotá en 1823 y el 2 de noviembre inició la Cátedra de Anatomía Práctica en el Hospital San Juan de Dios, siendo el iniciador de estos estudios en el país, e inauguró con sus enseñanzas la medicina francesa, y especialmente de la Escuela de Broussais, en la Ciencia Nacional”. Regresó a París donde prosiguió su labor docente como Profesor de Anatomía, Fisiología y Medicina Operatoria. Publicó varios libros de medicina. Y falleció en la ciudad luz “casi en la indigencia”.
En 1825 publicó en Bogotá el “curioso libro Las mujeres vengadas y restablecidas en su trono, en réplica a un folleto (Registro y estado de imperfección de las mujeres) que anónimamente había sido editado en el mismo año en que se calificaba a las mujeres como enemigos del género humano”.
“He creído -dice en su opúsculo- que la Francia que llevo en mi corazón respiraba conmigo en la tierra de la Independencia y la libertad. París se ha confundido en mis ojos con Bogotá, las parisienses con las colombianas, las adorables francesas con las encantadoras bogotanas… ” E incluye luego, en lengua de Ronsard, un poema en que galante afirma, con razón, que, al contemplar la mujer:
” Je reste suspendu, je tresaille, j’admire.
Je croyais voir reúnis, confundus
Un Ange, une Grace et Vénus.. ….
Bernardo Dáste fue “nombrado en junio de 1824, por el Intendente de Cundinamarca, de acuerdo con el prior del Convento-Hospital de San Juan de Dios, catedrático de Cirugía”, nos informa en su obra capital “Memorias para la Historia de la Medicina en Santafé de Bogotá” el doctor Pedro María Ibáñez. Al iniciar labores en 1827 la Facultad de Medicina de Bogotá bajo la rectoría del doctor Juan María Pardo y con el doctor Benito Osario corno Vice-Director, lo encontramos ocupando la alta posición de Primer Conciliario.
Desiderio Roulin (Rennes, 1796-París, 1874), médico, escritor, pintor y naturalista, formó parte de la expedición contratada por Zea. ”Llegó a Bogotá después de innumerables aventuras, con su esposa y su hijo, a mediados de 1823″. Estuvo entre nosotros hasta 1828. “Hizo expediciones científicas a los Llanos Orientales, a las minas de Supía y Mannato, a Muzo y a Zipaquirá”. En 1824 dibujó el perfil de Bolívar que serviría de modelo a David O’Angers y a Tenerani. Esta es, “junto con los retratos que de Bolívar hizo Espinosa, la que a nuestro juicio podría ser la más veraz aproximación de lo que el gran hombre fue en la cumbre serena de su grandeza”.
Esteban Goudot, fannaceuta y botánico, quien fue propietario de una botica en Bogotá, también vino al país acompañando dicha misión.
Pero de los médicos franceses que prestaron sus servicios invaluables a nuestra patria, el nombre que merece destacarse de manera principal es el de Alejandro Próspero Révérend (Falaise, Nonnandía, 1796-Santa Marta, 1881), por su actuación como médico del libertador Simón Bolívar durante su agonía y su muerte. “Fue su médico de cabecera, su único médico, el confidente de sus penas mortales y el consuelo de tantos infortunios”.
Estudió medicina en París luego de abandonar la carrera de las annas, en las que como oficial de caballería de Napoleón actuó en la aciaga campaña del Loira. Fue discípulo de Broussais y Dupuytren. A Santa Marta llegó en 1824. Validó su título en Cartagena en examen presentado ante los doctores Carreño, Araújo y Vega. El general Mariano Montilla, a la sazón Comandante de la provincia, lo nombró médico del Hospital Mayor de aquella ciudad y lo introduciría ante el “Libertador, quien, gravemente enfermo, llegaba a morir en las playas del Caribe cerca de la ciudad de don Rodrigo de Bastidas. La tuberculosis, que muchos años atrás había hecho presa de su madre, consumía la vida del genio de América”.
“En Santa Marta por entonces Révérend era seguramentela persona más indicada para atender al Libertador, quien había obtenido buenas referencias de él en Cartagena”. Llevó un Diario, en que “anotó cuidadosamente los datos referentes a la enfermedad de Bolívar. Día a día consignaba los progresos del mal en sus treinta y tres boletines. Révérend “no solamente recetó y practicó los tratamientos indicados en la época para la tisis, sino que fue testigo de su última alocución del diez de diciembre, que resuena ya con ecos de ultratumba. También dejó escritos algunos apuntes biográficos de los postreros días del héroe americano, que nos muestran aspectos humanos de conmovedora grandeza”.
Luego de morir el Libertador el 17 de diciembre de 1830 hizo la autopsia del gran hombre, en cumplimiento de su deber y sabedor del compromiso que había contraído con la historia.
“Realizó la necropsia e hizo la descripción de los órganos encontrados y de las lesiones anatomo patológicas existentes con la pericia y certidumbre de quien ha efectuado a conciencia estudios médicos y anatómicos y está plenamente en posesión de criterios y conocimientos para cumplir tan delicada tarea”.
Para concluir esta primera parte de nuestro resumen de la contribución de los médicos franceses al desarrollo de la medicina colombiana, citaremos de paso y en forma anecdótica al “empírico y aventurero” Juan Francisco Arganil (1759? 0-Bogotá, 1853), quien llegó a esta ciudad en 1822 luego de ejercer nuestra profesión en Cartagena mediante licencia obtenida con subterfugios y mala fe.
Hemos dudado en incluir su nombre en esta revisión de médicos franceses pues, desde luego, no era médico. Tampoco se puede afirmar a ciencia cierta que fuera francés.”Se decía que era portugués o italiano”.
Su manía persecutoria lo llevó a indisponerse con el Libertador y con el general Santander por separado y en épocas diferentes. Su intemperancia lo hizo sospechoso de tomar parte en la nefanda conspiración septembrina en 1828, razón por la cual pagó prisión en Puerto Cabello.
Se recuerda el tratamiento “naturista” que prestó a las tres nietas del primer marqués de San Jorge (“Solteras murieron las tres y se afirma que víctimas del mal de Lázaro”), que vivían en su “Quinta del Arzobispo”, bañada por el río de este nombre de las afueras de la capital (hoy Parque Nacional).
El tratamiento consistía en sumergirles los pies en agua serenada en una palangana de plata, por el que cobró suma exorbitante.
No se sabe su nacionalidad exacta. Parece que fue sacerdote y colgó los hábitos. Arinnaba habertomado parte en las matanzas de nobles en París en 1792 y que fue quien llevó clavada en una pica la cabeza de la princesa de Lamballe a la prisión del Temple para exhibirla ante la aterrorizada mirada de María Antonieta.
Una vez establecida la república sobre bases firmes y a medida que la economía del país se consolidaba y se hacía mayor el progreso, muchos de nuestros más distinguidos médicos viajaron a especializarse en Europa y, preferentemente, a Francia, de donde traelÍan las enseñanzas adquiridas para implantarlas como semilla propicia en las mentes de sus discípulos ávidos de saber.
Muy larga selÍa la enumeración de estos médicos. Una lista representativa de quienes más sobresalieron estalÍa encabezada por el doctor Antonio Vargas Reyes (Charalá, 1816- VilIeta, 1873). Después de concluir en 1838 su carrera en forma brillante, superando dificultades económicas con perseverancia y heroicidad, y luego de servir como médico de los ejércitos acaudillados por el Gobernador de la Provincia del Socorro levantado en esa absurda revolución contra el gobierno central y derrotados los revolucionarios en la cruenta batalla de Aratoca, al terminar la guerra viajó a Paris.
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